Atención: Tu navegador no soporta algunas funcionalidades necesarias. Te recomendamos que utilizes Chrome, Firefox o Internet Explorer Edge.

MUNDO CANELA

SUMÉRGETE EN EL MUNDO CANELA

  • 0
    Mecenas
  • 0,00
    mensuales
  • 0,00
    total
  • 0
    Mecenas

CUCHILLOS QUE NO CORTAN

Hay cuchillos que no cortan carne, pero hieren el alma. No están hechos de acero, sino de palabras, silencios, rechazos y miradas que te reducen a nada. En mi adolescencia, viví rodeado de ellos.

Después de mi primera etapa en el centro tutelado de Reus, me trasladaron a Granollers, al Folch i Torres. Allí encontré por fin un poco de calma. Hice amigos, como Aarón y Josep, y viví momentos felices: risas en la pista de básquet, guerras de agua en la piscina, tardes de karaoke. Pero también cargaba un peso dentro que no sabía nombrar. Un miedo constante. A ser descubierto. A no ser aceptado. A ser “el diferente”.

Sabía que era gay desde muy joven. Pero lo escondía. Me obligaba a caminar recto, a mirar como los demás, a negar lo que sentía. Porque en los centros, en ese entonces, ser “el mariquita” era una condena. El insulto estaba siempre en la boca de alguien. Y el peligro, en la esquina de cualquier pasillo. Así que me volví reservado. Cauteloso. Observador. Y muy, muy solo.

A veces, me escapaba de casa. Lo hacía sin rumbo, como si correr me alejara de lo que era. Nadie me preguntaba mucho. Y yo agradecía ese silencio. En el fondo, deseaba desaparecer. No por cobardía, sino por no saber cómo existir. Me refugiaba en el solfeo, en las clases de música fuera del centro, en los dibujos animados de Bola de Dragón, que veíamos con devoción por las tardes. Eran nuestros minutos de desconexión: allí, entre Kame Hame Ha y aventuras imposibles, no importaba quién eras.

Pero la noche tenía otras reglas. Descubrí la discoteca Flash, y más tarde Miau, en Las Palmas de Gran Canaria. Oscuridad, humo, cuerpos que se rozaban sin nombre. Allí me sentía libre. Y perdido. Una noche, alguien me ofreció una raya. Y la tomé. No para divertirme, sino para dejar de pensar. Quería ser parte de algo. Aunque fuera de un abismo. Las drogas llegaron como llegan los cuchillos sin filo: lentamente, disfrazadas de alivio. Pero no cortaban. Destrozaban.

Aun así, la cocina seguía siendo mi refugio. Era la única actividad que me ponía nervioso y, al mismo tiempo, me hacía sentir fuerte. Me concentraba en picar, hervir, emplatar. Nadie me juzgaba allí. Los ingredientes no preguntaban quién eras. Solo si sabías tratarlos con respeto.

En ese tiempo, viví una experiencia especialmente dolorosa: el abuso de un monitor en una sala de música. No lo conté. Nadie lo hacía. Pero todos sabíamos lo que ocurría. Los castigos eran limpiar cocinas. Y para mí, eso no era castigo. Era la única manera de sobrevivir sin romperme del todo.

Mi rincón favorito seguía siendo mi habitación, llena de libros que sacaba de la biblioteca. Leía en silencio, escondido bajo las mantas, como si cada historia fuera una grieta por la que escapar. A veces, pensaba que si me veía desde fuera, ni yo mismo me reconocería. El niño alegre del karaoke era también el que se miraba en el espejo de una discoteca y se veía feo, degradado, irreconocible.

Fue una de esas noches, bajando unas escaleras, cuando me vi reflejado y sentí asco. No por lo que era, sino por lo que estaba dejando que otros hicieran conmigo. Me juré cambiar. No por los demás. Por mí.

Los cuchillos que no cortan aún me duelen. Pero aprendí a nombrarlos. A enfrentarlos. Y, sobre todo, a elegir los míos. Los de cocina. Los que, en lugar de herir, transforman. Como yo mismo empezaba a hacer.

MUNDO CANELA
03 octubre 2025

Comentarios (0)

Escribe un comentario

Para añadir un comentario, inicia tu sesión o regístrate.