Atención: Tu navegador no soporta algunas funcionalidades necesarias. Te recomendamos que utilizes Chrome, Firefox o Internet Explorer Edge.

MUNDO CANELA

SUMÉRGETE EN EL MUNDO CANELA

  • 0
    Mecenas
  • 0,00
    mensuales
  • 0,00
    total
  • 0
    Mecenas

LOS PASILLOS DEL MIEDO

La primera noche fue un frío que no venía del invierno, sino de dentro. Tenía siete años. El edificio del centro tutelado San José en Reus olía a lejía, a sopa recalentada y a otros niños que también venían de historias rotas. Nadie lloraba en voz alta, pero todo el pasillo parecía un lamento contenido. Me temblaban los brazos, no porque hiciera frío, sino porque por primera vez en mi vida sabía que nadie me esperaba al otro lado de la puerta.

Las camas eran literas de hierro y los colchones, delgados como la esperanza. Dormíamos veinte en una misma habitación. Cada niño traía consigo una historia que no se contaba: padres que gritaban, madres que se habían ido, caricias que no eran caricias. Yo no hablaba, observaba. Desde ese silencio aprendí a sobrevivir.

Durante el día, me refugiaba en la cocina. La comida llegaba de asociaciones benéficas, y aunque muchas veces estaba fría o insípida, para nosotros era un festín. Yo pasaba horas ayudando a Susi, la cocinera. Ella me daba pan con chocolate y leche en polvo caliente. Me sentaba a su lado, en una silla pequeña, y la veía remover cazuelas más grandes que yo. De vez en cuando me dejaba fregar platos, y luego, con el tiempo, hasta poner la sal. En esa rutina, sentí por primera vez que servía para algo.

Kuky, una de las educadoras, me enseñó a tocar la flauta en la iglesia. También me animó a cantar en misa. Era mi manera de existir sin que me hicieran preguntas. Cantaba con los ojos cerrados, como si la voz no saliera de mí sino de un rincón secreto que apenas entendía. Allí descubrí que, aunque estuviera en un centro, aún podía crear algo bello.

Los fines de semana eran los peores. Muchos niños eran recogidos por sus familias. Algunos volvían con bolsas de ropa nueva, otros con galletas o dibujos hechos por sus hermanos. A mí no venía nadie. Pero entonces, los educadores que se quedaban con nosotros organizaban excursiones: una vez fuimos al cine, otra a una pista de hielo, y una vez incluso a ver una obra de teatro en Barcelona. Era un intento de normalidad. Y funcionaba. Por unas horas, nos sentíamos iguales a los demás.

En el patio jugábamos al fútbol y al baloncesto, teníamos recreativos antiguos donde los botones ya no respondían del todo, pero con ellos nos bastaba. Allí conocí a Aaron y a Josep, en el centro Folch i Torres de Granollers, donde después fui trasladado. Esa fue quizá la mejor etapa. En Granollers sentí lo que era tener amigos de verdad, reír sin miedo, compartir secretos que no pesaban. Allí construí la idea de familia que nunca había tenido.

Pero no todo era luminoso. Algunos educadores no ayudaban, y hubo uno que abusó de mí en la sala de música. No se hablaba de ello, pero todos lo sabíamos. El castigo por “portarse mal” era limpiar las cocinas. A mí me mandaban a menudo, y yo lo agradecía. Porque allí, entre cubos, trapos y olor a cebolla, me sentía seguro. Y útil.

La infancia no se mide por los regalos que se reciben, sino por los abrazos que faltan. Y en esos pasillos silenciosos, entre literas y desayunos repetidos, empecé a inventarme el niño que un día sería. Un niño que, sin saberlo, ya olía a canela.

Comentarios (0)

Escribe un comentario

Para añadir un comentario, inicia tu sesión o regístrate.