NO ES NECESARIO QUE TE LO DIGA

Me casé a los diecisiete años con una mujer quince años mayor. No por amor. Ni por deseo. Lo hice por miedo. Por huir. Por intentar parecer “normal”. En mi cabeza, el matrimonio era la vía rápida para escapar de una casa donde ya no encajaba y de un mundo que me pesaba más de lo que podía sostener. Quería empezar de nuevo. Y si alguien me preguntaba por qué, bastaba con responder: “Estoy casado”. Nadie indaga más cuando cumples con lo esperado.
Nos conocimos en un hotel de la costa. Yo no tenía coche. Ella se ofreció a llevarme cada día al trabajo. Y en ese gesto cotidiano, que disfrazaba ternura, empezó una historia forzada. Una historia sin alma. Una huida pactada. Yo aún no sabía lo que era el amor. Pero sí sabía lo que era el miedo a no ser querido.
Pronto supe que aquello no duraría. En el fondo, ella también lo sabía. Éramos dos personas buscando refugio. No teníamos proyecto, ni sueños compartidos. Apenas silencios y un hijo que nació de ese intento desesperado por encajar. El día que supe que iba a ser padre, sentí vértigo. Yo no podía cuidar de mí mismo, ¿cómo iba a cuidar de otro?
Fue entonces cuando me fui. Me escapé a Canarias. No por irresponsabilidad, sino por supervivencia. No me enorgullece, pero fue necesario. El matrimonio me había hecho sentir alivio por un instante. Pero era un alivio falso, fugaz, como una venda sobre una herida profunda. Canarias se convirtió en mi verdadera adolescencia.
Allí conocí a Manolo, un chico de mi edad, de Lanzarote. Fue él quien me enseñó catalán —o eso decíamos—, pero en realidad fue quien me enseñó que había otra forma de vivir. Me miraba sin juicio. Me hablaba sin miedo. Con él descubrí que el amor no siempre es estruendoso. A veces es una conversación larga, una risa compartida, un silencio cómodo.
Mi primer hogar en Canarias fue el almacén de un bar. Dormía allí a cambio de comida, una cama y un pequeño sueldo. Fue duro, sí, pero era mío. Y eso bastaba. Pronto empecé a trabajar como camarero en bares de ambiente. Lugares donde los cuerpos hablaban más que las palabras. Me asustaban, pero también me fascinaban. Había algo oscuro, tórrido, en esas noches. Una especie de libertad con cuchillas.
Fui DJ en alguno de esos bares. Bebía. Probaba. Me perdía. Intentaba encajar en ese mundo que, aunque me reconocía, tampoco me abrazaba del todo. Había una estética, una norma, un canon. Yo empecé a mirarme en los espejos de baño, a contar abdominales ajenos, a preguntarme si yo también podría gustar. A veces me sentía deseado. Otras, invisible. Me dejaba llevar por la música, por la penumbra, por un vaso más. Pero siempre, cuando amanecía, sentía el mismo vacío.
Una noche, me emborraché tanto que desperté tirado en la calle. No recordaba nada. Los bolsillos vacíos. El alma también. Fue entonces cuando decidí que tenía que parar. Entré a un hotel a pedir trabajo. Me ofrecieron una cama y una cocina. Y fue allí, de nuevo entre fogones, donde volví a mí.
No necesitaba ser otro. Solo tenía que dejar de huir.
Escribe un comentario
Para añadir un comentario, inicia tu sesión o regístrate.