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MUNDO CANELA

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PAN DURO , ALMA TIERNA

A veces la vida empieza en los rincones más humildes. El mío estaba junto a una cocina. No era grande ni brillante, sino la del centro de menores donde pasé buena parte de mi infancia. Allí, entre ollas abolladas y vapor espeso, descubrí algo parecido a la ternura.

Susi, la cocinera del centro, fue mi primera maestra sin pretenderlo. Me recibía cada mañana con una sonrisa cansada y un trozo de pan duro con chocolate. Me sentaba a su lado en una silla baja, con los pies colgando, mientras ella removía guisos y me hablaba como si yo entendiera todo. No necesitaba explicaciones; bastaba su voz para que el mundo doliera menos. Me dejaba fregar ollas, ordenar los cubiertos, o echar un poco de sal. A veces se reía cuando me pasaba con las especias. Decía que tenía mano, que algún día sería cocinero. Y yo la creía, porque en su voz había más verdad que en cualquier otra cosa que hubiese escuchado.

La cocina del centro no era un lugar idílico. La comida llegaba en camiones desde asociaciones, muchas veces con productos en mal estado o repetitivos. Pero Susi sabía darles dignidad: hacía albóndigas con pan de días, arroz con leche y canela que aún hoy me recuerda a ella, y unas natillas espesas que a veces me dejaba remover. En esas cucharadas lentas, comencé a intuir que cocinar era un acto de amor. El primero que conocí.

Recuerdo también a Pilar y al señor Senén, en el restaurante familiar de Granollers donde comencé a trabajar con apenas quince años. Fue mi primer empleo formal. Pilar me trataba como si fuera su hijo, y Senén, aunque parco, me miraba con respeto. Aprendí lo básico: limpiar bien una cebolla, alinear correctamente una mesa, no tener miedo al fuego. En aquella cocina no solo se cocinaba comida: se cocinaba carácter.

Francesc y Sebas, dos compañeros más experimentados, me enseñaron sin egoísmo. Me dejaron fallar, corregirme, volver a empezar. Me hablaban de otras cocinas, de hoteles, de recetas que nunca había oído. Yo absorbía cada palabra. Me pasaba el día entero entre fogones, y por la noche me dormía con olor a ajo y ropa sudada. Pero era feliz. Porque por primera vez, hacía algo que era mío.

En el centro, los días seguían su curso. Entre fútbol, clases, meriendas con leche en polvo, y tardes de dibujo. Pero yo ya vivía a medias en otro mundo: el de la cocina. Me sentía diferente. Mientras otros soñaban con motos o consolas, yo soñaba con sartenes de cobre, con cocer un buen caldo, con tener un delantal limpio y una cocina propia.

Aquella dualidad marcó mi adolescencia. Por fuera, seguía siendo el niño del centro, con ropa de segunda mano y mirada alerta. Por dentro, empezaba a convertirme en alguien más. Cocinar me permitía decir cosas que no sabía expresar con palabras. Me quitaba la vergüenza, el miedo, la sensación de ser un error.

Pan duro. Alma tierna. Así me sentía entonces. Y así, con manos pequeñas pero decididas, empecé a darle forma a mi destino, uno que me haría atravesar muchas cocinas… pero que siempre, en el fondo, me devolvía al lugar donde todo comenzó: junto a Susi, oliendo a canela y chocolate.
DMA
MUNDO CANELA
03 octubre 2025

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